Los clásicos nos hacen
críticos
Las grandes obras nos ayudan
a entender aspectos esenciales de la condición humana: su mensaje se
reinterpreta con los años, abre nuevos horizontes y moldea a personas más
críticas e imaginativas
Como señala Alfonso
Berardinelli, los libros que calificamos de
“clásicos” no fueron escritos para ser estudiados y venerados, sino
ante todo para ser leídos (Leer es un riesgo, traducción de S. Cobo; Círculo de
Tiza; Madrid, 2016). El renovado y largo fervor de sus lectores ha
dado prestigio a algunos libros que se mantienen vivos a lo largo de siglos. Acaso por eso hay quien cree que esos
escritos de otros tiempos no son de fácil acceso, son inactuales y
se han acartonado por la distancia y están mantenidos por una retórica
académica. Contra tan vulgar prejuicio me parece excelente el consejo de
Berardinelli: “Quien lea un clásico debería ser tan ingenuo y presuntuoso como
para pensar que ese libro fue escrito precisamente para él, para que se decidiese
a leerlo”. Sin más, cada clásico invita a un diálogo directo, porque sus
palabras no se han embotado con el tiempo, y pueden resultar tan atractivos hoy
como cuando se escribieron, para quien se arriesga a viajar sobre el tiempo con
su lectura.
Leer un clásico no presenta
mayor riesgo que la lectura de algo actual de cierto nivel literario. Es decir,
exige una vivaz atención, y tal vez cierta lentitud, para llegar a captar con
precisión lo que nos dice por encima de los ecos de su trasfondo de época. Más
allá de las convenciones de estilo, lo que caracteriza a un libro clásico
es el hecho de que pervive porque fue interesante y emotivo y capaz
de sugerir apasionadas lecturas al lector de cualquier época. Classicus
quería decir en su origen “con clase” o “de primera clase”, según los
mandarines de la crítica; pero los grandes clásicos no requieren lectores muy
selectos ni con título especial, sino inteligentes y despiertos, porque versan
sobre aspectos esenciales de la condición humana. Un libro clásico es el que puede
releerse una y otra vez y siempre parece inquietante y seductor
porque nos conmueve y cuestiona, a veces en lo íntimo, y, como escribió Italo Calvino, “siempre
tiene algo más que decir”. Por eso se ha salvado del gran enemigo de
toda cultura: el abrumador olvido (hablo de los libros, pero vale lo mismo para
los clásicos de la música o de otras artes).
Creo que hay dos tipos de
clásicos: los universales (que mantienen su vivaz impacto incluso a través de
sus traducciones) y los nacionales (aquellos cuyo prestigio va ligado a la
frescura y belleza de su lengua original). Así, Cervantes, Shakespeare y Tolstói
resultan del primer grupo; y Góngora y Ronsard, más bien del segundo. Es evidente
que la lista canónica puede variar según épocas. Solo los clásicos más
indiscutibles han sobrevivido a las varias fluctuaciones de la cotización
crítica. Virgilio y Horacio permanecen, mientras que
Estacio ha desaparecido desde fines de la Edad Media, y el fabulista Esopo, ya
en el siglo XX. Los clásicos más antiguos de Occidente
son los griegos, que ya los romanos leían como tales y modélicos.
Homero,
Virgilio, Platón son mucho más cercanos de lo que se pudiera imaginar. Se han
salvado del gran enemigo de toda cultura: el olvido
Y en su pervivencia los
clásicos no viven momificados, sino que renuevan su mensaje. Porque la
interpretación no está fijada, sino varía según las lecturas en una tradición
que no sólo los conserva, sino que los reinterpreta. No leemos El Quijote como los
lectores del XVII. La tradición literaria posterior puede modificar
nuestra percepción de los temas y personajes descubriendo perspectivas
diversas. Incluso cada lector puede matizar su reinterpretación. Después de leer a Kafka advertimos
rasgos prekafkianos en autores antiguos. (Eso sucede también con los
héroes míticos. La tradición renueva máscaras sobre figuras literarias; como
sucede con Prometeo, Edipo, o Fausto y Don Juan, por ejemplo).
Por otra parte, también los
logros de los estudios históricos nos hacen comprender mejor un texto, al
descubrir nuevos aspectos de su contexto y su formación. Pensemos, por dar sólo
un ejemplo destacado, en todo lo que sabemos hoy del mundo que evocan y el
contexto en que surgieron los poemas homéricos,
es decir, sobre la Ilíada y la Odisea. Ahora conocemos
la época en que se forjaron esos cantares y el modo de componerlos mucho más
que lo que sabían los eruditos de hace siglo y medio, y mucho más de lo que
pensaban al respecto Platón y los filólogos de Alejandría. Nuestro conocimiento
ha progresado gracias a tres audaces personajes: Heinrich Schliemann (que descubrió las ruinas de Troya),
Milman Parry (que estudió la técnica de la épica
oral arcaica) y Michael Ventris (que descifró el
silabario micénico B). Ninguno de ellos era un académico ni un
filólogo profesional, pero con sus estupendos logros
abrieron un nuevo horizonte a nuestra mirada sobre lo homérico.
Gracias a los nuevos datos arqueológicos conocemos mejor esa Edad Oscura que,
en su nostalgia hacia un pasado más glorioso, dio un impulso decisivo a la
épica con el canto y culto de los héroes micénicos.
Y, sin embargo, por encima de
todos esos estudios, lo esencial respecto a la pervivencia de Homero sigue
siendo la inigualable fuerza narrativa de su poesía. Lo que mantiene nuestra
lealtad a la Ilíada y la Odisea como perennes clásicos no es su
trasfondo histórico ni el manejo magistral de fórmulas y epítetos de larga
tradición oral. Es la magnánima recreación con que un poeta recuenta los mitos
heroicos a la vez que da a ese legado mítico una honda perspectiva trágica con
figuras inolvidables. Es la sensibilidad del lector la que salva del olvido ese
mundo de fascinantes héroes y fabulosos dioses, como hizo a lo largo de tantos
siglos y tantas modas.
Hay evidentemente clásicos
más fáciles de leer, es decir, textos en los que el lector entra fácil y queda
pronto atrapado por su singular encanto, claro estilo y su fantasía o su
emotividad. Por ejemplo, la Odisea, los
poemas de Safo, Heródoto, El banquete de Platón o El asno de oro de
Apuleyo, por citar sólo autores antiguos. Otros cuestan más, e incluso pueden
producir cierto rechazo cuando están mal elegidos o forzados como lecturas
obligatorias en edades inoportunas, arduos y difíciles de entender. Sin
embargo, lo característico de los clásicos, bien elegidos y enfocados, es que
su lectura deja siempre en la memoria un poso, una huella terca en nuestra
imaginación, y aguzan nuestra mirada sobre aspectos importantes de la vida.
De todos modos hay que
reconocer el gran papel que tradicionalmente la escuela asumía en la
conservación y difusión de esos libros de largo prestigio. Aún lo conserva,
pero de forma mutilada y desalentada. Que la escuela debe enseñar qué
significan —para nosotros— los grandes libros, y estimular su lectura con
entusiasmo para la formación del gusto y la crítica personal, no lo creen
algunos pedagogos ni siquiera los políticos del ramo, poco ilustrados. Esas
lecturas tropiezan con muchos obstáculos: planes
de enseñanza que reducen la de la literatura a mínimos y profesores
con escasa simpatía hacia textos de otras épocas. Muy bien lo analiza Marc
Fumaroli en La educación de la libertad (Arcadia; Barcelona, 2007). Por
otro lado, nuestros estudiantes, acaso con excepción de los más jóvenes, no
frecuentan los libros de muchas páginas, atrapados por mensajes mínimos y
raudos en diversas pantallas.
Los clásicos son inactuales:
justamente eso es lo más valioso: hablan de cosas que están más allá
del presente efímero, y abren otros horizontes y ofrecen ideas sobre el mundo
que van mucho más allá de lo actual y cotidiano. Y nos hacen críticos,
escépticos y más imaginativos.
Volviendo a algo ya apuntado.
Leer a los clásicos debería acaso iniciarse en la escuela, pero es importante
releerlos a lo largo de la vida, porque vuelvo a subrayar que siempre podemos
entablar o proseguir el diálogo con ellos. Un curioso ejemplo es el de David
Denby, que cuenta su personal experiencia en Los grandes libros (Acento;
Madrid, 1997). Editor y escritor de éxito, decidió ensayar una curiosa
experiencia: volver a los leer a fondo los clásicos. “En 1991, 30 años después
de matricularme en la Universidad de Columbia, volví a las aulas, me senté
entre los estudiantes de 18 años y leí los mismo libros que ellos. Juntos leímos
a Homero, Platón, Sófocles, Kant, Hegel, Marx y Virginia Woolf. Aquellos
libros…”. Me parece un ejemplo digno de imitarse: una aventura de escaso gasto
que vale la pena ensayar. No es fácil: en ninguna universidad española hay
cursos sobre los libros de esa lista. Pero cada uno puede
intentarlo. Los clásicos siguen ahí, aún nos hablan y son de trato amable.
Carlos García Gual es
catedrático de Filología Griega en la Complutense.
No hay comentarios:
Publicar un comentario