SOLO EN AMÉRICA
Esta semana he
asistido, en Nueva York, a un acto de naturalización para 300 nuevos ciudadanos
estadounidenses, reunidos para la ocasión en el Palacio de Justicia de
Manhattan Sur. Para la mayoría de ellos –dejo a un lado las reuniones
familiares, una simple formalidad– esta ceremonia fue la culminación de un
largo proceso burocrático que exige años de formalidades y de paciencia. Eso no
quita para que nada desanime a estos candidatos porque, cada año, entran en
EE.UU. un millón de inmigrantes legales y, cada año, 600.000 son naturalizados.
Para medir el
rápido crecimiento de la población estadounidense y de su población activa,
conviene añadir aproximadamente un millón de ilegales que, si no cometen
delitos, llevan una vida casi normal en el país: a nadie en EE.UU. se le pide
que presente un documento de identidad. Y, volviendo al Palacio de Justicia de
Manhattan Sur, la ceremonia era como una representación de teatro en pequeño
formato de lo que es EE.UU. y, más aún, de en qué se está convirtiendo. Bajo la
presidencia de un magistrado, afroamericano, que dirigía la ceremonia ese día,
los nuevos ciudadanos prestaron juramento a la bandera y se comprometieron a
defender la Constitución y la ley. Por tanto, no se les pedía que formasen
parte de un país, sino que aceptasen un texto muy antiguo que garantiza a todo
el mundo la libertad, la igualdad (desde que unas enmiendas establecieron, en
1865, la igualdad entre las razas, y, en 1919, el derecho al voto de las
mujeres) y, lo que es más raro, el derecho a la felicidad, Pursuit of
Happiness, que
Thomas Jefferson introdujo en la Declaración de Independencia. Los hombres de
Estado filósofos que redactaron esta Declaración en 1776 y la Constitución en
1787 tenían claro que no solo valían para los pueblos que vivían en los nuevos
Estados Unidos, sino para toda la humanidad si deseaba adherirse a ellas. Se
trata de un derecho de adhesión de masas totalmente reciente que, en realidad,
solo data de 1965. Antes, las fronteras estadounidenses estaban a menudo
cerradas (entre las dos guerras mundiales), o bien entreabiertas, con la
condición de tener el color de piel adecuado y, sobre todo, de no ser chino. Desde
1965, la inmigración se hizo verdaderamente universal, como puso de manifiesto
esta ceremonia. Esa mañana, el juez anunció que estaban representados 46 países
y se congratuló por esa diversidad. Solo pude identificar entre la multitud a
una pareja de apariencia europea, rusa probablemente, al mencionar su nombre,
cuando el magistrado les entregó su certificado de ciudadanía.
Una vez que se
pronunciaron los juramentos, colectivamente y al unísono, o más bien se
balbucearon en un inglés aproximativo, el magistrado felicitó a los nuevos
ciudadanos y, lo que resulta más extraordinario –only in America [solo en
EE.UU]–, les invitó a aportar a su país de elección aún más diversidad y
multiculturalismo. ¿Es posible imaginarse eso en Europa, donde en unas circunstancias
comparables se espera que todo el mundo «se integre» y «se adapte» a los
valores nacionales? Unos valores que se exaltan, pero que son imposibles de
definir. Los Estados Unidos de América, por el contrario, ya no pueden
definirse a priori, porque son los inmigrantes los que cambian sin cesar su
rostro y sus costumbres. Este país se parecerá pronto al mundo, como ya se
parece en algunos barrios de Nueva York, Los Ángeles o Houston, donde se hablan
todos los idiomas del mundo y se practican todos los cultos. Tanta diversidad
no perjudica al buen funcionamiento del país, porque está recogida por esa
Constitución intangible, una especie de Biblia de Estado, aplicada con rigor
por la policía y los tribunales. Es la propia severidad de la ley, a menudo mal
entendida en Europa, la que hace posible la coexistencia civil de unos pueblos
tan diversos.
La vitalidad
cultural de EE.UU. deriva, evidentemente, de esta diversidad, pero también su
dinamismo económico. Como la red social en EE.UU. es menos generosa que en
Europa, se emigra allí para trabajar. Estos nuevos trabajadores contribuyen a
la prosperidad general porque en un país con un capital acumulado importante
–que es lo que es en EE.UU.– cada trabajador aporta más a la comunidad de lo
que le cuesta. Mientras que en Europa se teme a la inmigración que podría
destruir empleo y que podría suponer una carga para los servicios sociales, en
EE.UU. se sabe que ocurre lo contrario. En las economías modernas, la
demografía siempre es un factor de enriquecimiento, personal para los
inmigrantes y colectivo para el país.
EE.UU. tiene
sus debilidades –¿quién no las tiene?– pero el siglo XXI seguirá siendo tan
estadounidense como lo fue el siglo XX, precisamente porque allí se acepta la
diversidad, porque la ley se respeta y porque la población aumenta. Europa, por
desgracia, se estanca, y acabará por entrar en declive si el nacionalismo que
se propaga por todo el continente lleva a que se rechacen todos los principios
en los que se basa el dinamismo cultural, económico y demográfico de cualquier
civilización.
ABC 26.10.2015 GUY
SORMAN
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