A la espera de un Núremberg para el comunismo soviético.
Iliá Ehremburg: omisión de auxilio y silencio. Nunca tuvo miedo. Desconocía
la existencia de la democracia.“Me repugna Ehrenburg” ( Canetti)
Las memorias del silencio
El periodista ruso Iliá Ehrenburg
fue el gran embajador del régimen comunista
El fascismo y el nazismo tuvieron su juicio en Núremberg. Un juicio más
simbólico que efectivo, pues allí los acusados eran una mínima parte de los
responsables de una de las más grandes catástrofes de la historia del mundo.
Otros culpables huyeron, desaparecieron los más y muy pocos fueron
posteriormente capturados. Diferentes Estados los protegieron, fundamentalmente
a los científicos, a quienes incorporaron a sus proyectos nucleares y del
espacio. Pero Núremberg juzgó y condenó a uno de aquellos sistemas
totalitarios. ¿Dónde un Núremberg para el mundo soviético y, fundamentalmente,
para la etapa estalinista? Millones de personas fueron sacrificadas sin
sentido, familias enteras, y aún nadie hoy en la nueva Rusia, ni siquiera en
Occidente, las ha recordado y reivindicado de forma oficial. Si Alemania entonó
su mea culpa, Rusia jamás lo hizo y, por todas las trazas que lleva, no lo
llevará a cabo nunca. ¿Mala conciencia, sentimiento de culpa, arrepentimiento?
En absoluto. Los métodos de Putin, desde la supuesta democracia en que se
rigen, son muy parecidos a los de sus antecesores autócratas aunque,
evidentemente, las purgas, pogromos, transterramientos y demás crímenes contra
la humanidad han sido eliminados. Putin, como Iliá Ehrenburg, del que se acaban
de publicar sus monumentales memorias, piensa que Europa siempre despreció a
Rusia, la ninguneó, no le hizo el caso suficiente y, como ha sucedido en las
últimas décadas, colaboró, directa o indirectamente, en su desmembramiento.
Rusia siempre sola, siempre europea —al menos una parte muy importante de la
misma—, siempre teniendo que defenderse de sus vecinos —Napoleón y Alemania en
las dos guerras mundiales— y siempre acudiendo en ayuda de esos enemigos.
Curiosas paradojas que están inmersas en los sentimientos de una gran mayoría
de los rusos. “Cuando hablamos del papel que ha desempeñado la cultura rusa en
la vida intelectual de Europa no es para menospreciar a otras naciones”,
escribe Ehrenburg en uno de sus artículos.
De aquellos tiempos del pasado, como testigo excepcional de lo que
aconteció en el siglo XX, regresa Iliá Ehrenburg. Y la primera reflexión que
hace en Gente, años, vida, es sobre su capacidad para sobrevivir a la
revolución bolchevique, a las dos guerras mundiales y, sobre todo, a Stalin. Este
escritor y periodista culto y cosmopolita, que conoció y se relacionó con todos
los grandes escritores, artistas, cineastas, músicos o arquitectos del pasado
siglo lo achaca, no sé si de verdad o cínicamente, a la suerte. Otros lo
achacarán a que, quizás, era un agente de la propaganda soviética. De no ser
así ¿quién le pagaba sus viajes y movimientos por todo el mundo? Como
corresponsal de Izvestia, y al igual que toda la prensa rusa de aquellos
años, absolutamente estatalizada, encarnaba al burócrata de Estado. Amante de
España, corresponsal en nuestro país durante la Guerra Civil, Ehrenburg relata,
por ejemplo, las cantidades de dinero que recibía desde Moscú para pagar a los
escritores españoles. Escribe estas memorias en un tono moderado, sensato, nada
fanático e incluso a veces intenta evitar el sectarismo, pero era un partidario
decidido de la intervención militar soviética en nuestra contienda. No entiende
el porqué están presentes Alemania e Italia apoyando a Franco, mientras que la
República no recibe suficientes suministros de su país y la URSS es tibia en
las ayudas.
Amigo de Vasili Grossman, y judío como él, coautor de El libro negro,
nacido en Kiev, Ehrenburg era un comunista convencido, creyente en Stalin a
quien, por otra parte, a veces critica levemente echándole más las culpas a su
entorno. La imagen de Stalin, su presencia poderosa, era la única que podía
conducir al país en momentos tan difíciles. Quizá por este motivo se mantiene
triste pero frío cuando se va enterando del destino fatal de tantos amigos
suyos, compañeros revolucionarios, y de numerosos sectores de la cultura. No
hay palabras de compasión, pero sí de justificación, cuando se refiere a
Maiakovski, Mandelstam (su viuda lo perdona), Tsvietáieva o Babel. Además, hace
algo realmente feo. Miente cuando habla de que Ajmátova o Pasternak (contra el
que arremete por El doctor Zhivago) participaban habitualmente en las
actividades de las asociaciones oficiales de escritores. Milosz, que vivió
varios años en Polonia bajo la autoridad soviética, confesó en su Abecedario
que nadie que no hubiera vivido de verdad bajo el mandato del Partido
Comunista, conocía el enorme miedo que se tenía entonces. Desde luego, Ehrenburg
nunca tuvo miedo. Relata algunos pequeños conflictos, algunas discrepancias,
algunos momentos de incertidumbre, pero el caso es que ejerció sin problemas su
trabajo de corresponsal y, durante la etapa de la Guerra Fría, una vez
finalizada la II Guerra Mundial, se dedicó a organizar, como ya había hecho
antes, congresos de escritores y diversos comités para la defensa de la paz,
apoyado por intelectuales afines y por los partidos comunistas europeos que
tenían en aquel entonces mucha relevancia y actividad.
En uno de sus viajes a EE UU, pide recorrer los Estados del sur para
criticar el racismo de una buena parte de la sociedad norteamericana. Que lleve
a cabo esta encomiable labor sin haber hecho lo mismo con los asesinatos de
Stalin, ya dice mucho de este personaje que quiso ser el Hemingway del
comunismo. “Me repugna Ehrenburg en sus memorias. El superviviente al que nada
le es ajeno. Dos mil páginas de memorias y 100.000 o 500.000 de artículos
periodísticos. ¿En qué campos de batalla no estuvo? ¿A quién no conoció? ¿Qué
celebridad no lo impresionó? Y uno siempre se pregunta (aunque él no responda):
¿a quién no habrá traicionado para salvarse? Lo leo con interés y con
repulsión, pero no es una repulsión sana. Es desesperación por todo lo que ha
silenciado. ¡Es tanto lo que alguien así tiene que decir para silenciar tanto!
¿Es de extrañar que resultara sospechoso? Yo no soy ninguna víctima, pero al
leerlo tengo que sospechar de él constantemente. Es un producto demasiado dócil
de su época. No es de extrañar que una vida tan pegajosa endiosa árboles”.
Canetti, al decir esto, tiene razón. De haber habido un Núremberg estalinista,
¿Ehrenburg sería uno de los juzgados? ¡No! ¿Cómo se puede juzgar a alguien
únicamente por la omisión de auxilio o por el silencio? De las memorias, muy
bien escritas y repletas de información, se desprende que el periodista y
escritor creía ciegamente que la URSS no tenía más camino que éste frente al
nazismo y el capitalismo, dos males casi semejantes a su modo de ver. Él que
vivió gran parte de su vida en Francia, en París, desconocía la existencia de
la democracia. Hay una frase tremenda de Pushkin, otro ajusticiado por el
poder, que se le podría aplicar a lo que en estas memorias no se cuenta, pero
todos ya conocemos: “La mentira que nos ennoblece es mejor que las tinieblas de
la humilde verdad”. Una verdad a la que no contribuyen estas imprescindibles
memorias que yo he leído con amarga deleitación. Quien lo haga entenderá un
poco mejor las cosas que están pasando hoy en Ucrania, en Rusia y en nuestra
Europa a la que amaron Dostoievski, Tolstói, Gorki o Gógol. O, si se prefiere,
toda esa intelectualidad rusa que necesitó siempre más afecto del que nunca le
dimos. ¡Ah! Por cierto, la cita de Canetti pertenece al Libro de los muertos.
César Antonio Molina
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