GLOBALIZACIÓN SALVAJE
Más allá de la conmiseración, lo que siento por los refugiados que se
aventuran por el Mediterráneo y alcanzan las costas europeas, o no las alcanzan
nunca, es, sin duda, admiración. Estos hombres y mujeres, que a veces llevan
consigo a sus hijos, tienen que tener una valentía y un heroísmo indecibles. Le
dan la espalda a los dictadores de manos ensangrentadas, a los islamistas delirantes,
a las guerras civiles y a la miseria, y se embarcan en unas increíbles odiseas,
atravesando desiertos y montañas, sin agua, sin alimentos y sin protección
frente a los asaltadores de caminos, los traficantes de personas y los
extorsionistas de baja estofa. Un sueño les guía como antes a los hebreos en el
Sinaí: Europa. Europa, de la que no saben gran cosa, donde serán más o menos
bien acogidos, pero la Europa que en los diversos idiomas de estas personas
errantes se traduce siempre por paz y supervivencia a falta de prosperidad.
Dudo que la mayoría de ellos esperen ser bien recibidos, pero saben a ciencia
cierta que no serán asesinados y que un campo de refugiados en Europa es mejor
que una ciudad bombardeada de Siria o que una chabola de Eritrea. Los mejor
informados saben por algún primo que llegó a Europa antes que ellos que aquí
siempre se encuentra algún trabajo que los europeos de pura cepa ya no quieren
realizar porque es demasiado duro, demasiado sucio o demasiado deshonroso.
También saben, y es uno de los mayores atractivos del continente, que sus
padres ancianos y sus hijos tendrán acceso a unos cuidados mínimos y
probablemente a una educación gratuita. ¿Quién sabe? De aquí a una generación o
dos, un gran número de esos refugiados conseguirán alguna nacionalidad europea.
Hoy en día son unos extranjeros, pero un número significativo de ellos se
convertirán en europeos venidos de otras partes como muchas de las oleadas de
inmigrantes que les precedieron.
Naturalmente, no todos los europeos comparten esta interpretación
relativamente optimista, ya que todos los europeos, o casi todos, se debaten
entre la conmiseración (más por los que se ahogan que por los que logran llegar
a su destino) y las soluciones más o menos prácticas que permitirían taponar el
flujo sin tener mala conciencia. Por supuesto que los policías y los aduaneros
conseguirán canalizar a los refugiados, detener a algunos antes de que
embarquen y seleccionarlos en sus países de salida antes de que lleguen a
nuestras costas. Pero contener esta marea humana resultará imposible como
demostraron hace no mucho tiempo los balseros vietnamitas –que ahora son
ciudadanos estadounidenses y europeos– y los latinoamericanos que cada día se
infiltran en EE.UU. Europa es muy afortunada por no atraer a los pobres del
mundo, pero no lo sabe, mientras que los africanos y los árabes son muy
desgraciados, y lo saben. Ninguna frontera corregirá este desequilibrio, salvo
marginalmente. ¿No es este un efecto inducido e involuntario de lo que llamamos
globalización?
Y más allá de estas grandes emigraciones hacia Europa y EE.UU., observamos
cómo se modifica un determinado orden mundial que, desde 1945, pretendía
encerrar a los pueblos en las fronteras del Estado nacional. Este orden se
resquebraja ante nuestros ojos. A veces, voluntariamente, cuando la Unión
Europea supera el Estado nacional para que reine la civilización en todo el
continente, y a veces, involuntariamente, cuando los rusos deciden, mediante la
violencia, volver a dibujar el mapa de su país, en nombre de la etnicidad y en
contra del derecho, y sin que nadie en la ONU, o in situ, se oponga
verdaderamente a ello. Los nacionalismos regionales, en Escocia y en Cataluña,
pero también en China o en Birmania, llenos de un odio que podría resultar contagioso,
tienden a restablecer una especie de derecho de sangre y una legitimidad étnica
que prevalece sobre el derecho nacional e internacional. Y por último, las
zonas sin ley más absolutas se extienden hasta tal punto que Siria, Irak,
Libia, Nigeria y Congo se convierten en entidades teóricas, en unas banderas
sin nación.
Pensemos en épocas anteriores, en Europa tras la Guerra de los Treinta Años
y en el mundo después de la II Guerra Mundial, cuando hubo que diseñar, a
partir de los escombros del mundo antiguo, un nuevo orden internacional viable.
Eso dio lugar al Tratado de Westfalia en 1648 que, hasta 1914 y a pesar de
Napoleón I, limitó el caos. Asimismo, desde 1945, la ONU, por imperfecta que
sea, ha «regionalizado» las guerras, que nunca llegaron a ser mundiales. A día
de hoy, los refugiados en masa, los nuevos independentistas, el rebrote del
etnicismo, los llamamientos a la guerra santa y el terrorismo socavan este
orden mundial de 1945.
¿Deberímos reconstruirlo y sobre qué bases? ¿Deberíamos restaurar los
«protectorados» tal y como fueron creados por la Sociedad de Naciones (en 1919)
en las regiones que parecían incapaces de gobernarse por sí mismas? ¿Deberíamos
prohibir el etnicismo para restablecer la primacía del derecho? ¿Deberíamos
situar los derechos humanos por encima de los de los países, lo que nos
llevaría a reflexionar sobre lo que significa la ciudadanía? ¿Se permitiría,
por ejemplo, ser solo ciudadano del mundo, con los derechos y obligaciones que
ello conlleva, sin ser necesariamente ciudadano de un país? Es utópico, por
supuesto, como también lo fueron el Tratado de Westfalia, la Sociedad de
Naciones, la ONU y la Unión Europea. En las épocas tormentosas, la utopía se
vuelve repentinamente necesaria. Por el momento, la respuesta de las viejas
naciones a los desastres de Siria, Libia, Congo, etcétera, parece un remiendo
provisional en el que no se tienen en cuenta ni la moral ni el realismo.
4.5.2015 ABC GUY SORMAN
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