20/5/14

Nietzsche en La montaña mágica, de Thomas Mann. La ciencia es una falacia



Thomas Man , a través de uno de los personajes centrales de La montaña mágica, expone una de las opiniones defendidas a finales del XIX  y principios del XX. Uno de los más importantes exponentes en la defensa de esta opinión fue Nietzsche.

Hemos elegido al azar un ejemplo de entre ciento para demostrar como Naphta intentaba sembrar la confusión a toda costa. No obstante, era toda vía mucho peor cuando hablaban de ciencia, en la que no creía. No creía porque, en su opinión, el hombre era absolutamente libre de creer o no creer en ella. La fe en la ciencia era una fe como otra cualquiera, pero más estúpida y más perjudicial, y la palabra “ciencia” en sí era expresión del realismo más estúpido, basándose en el cual se pretendía hacer valer y proclamar como real el reflejo de los objetos en el intelecto humano y forjar a partir de ahí el dogmatismo más hueco e insostenible del que nunca se hubiera creído capaza a la humanidad. ¿No era ya una contradicción interna totalmente ridícula la mera idea de un mundo sensible con entidad y realidad propia? La ciencia moderna en tanto dogma, sin embargo, se cimenta única y exclusivamente en la condición metafísica de que las formas de conocimiento de nuestra organización en parámetros de tiempo, espacio y causalidad, dentro de cuales se desarrolla el mundo de los fenómenos, constituyan relaciones reales que existen con independencia e nuestro conocimiento. Esa afirmación monista era la impertinencia más insultante que se podía decir sobre el espíritu. El espacio, el tiempo y la causalidad venían a decir en el lenguaje monista; evolución; y éste era el dogma central de la pseudorreligión de los librepensadores y de los ateos, al que se remitían para invalidar lo que proclama el Primer Libro de Moisés, como si su conocimiento ilustrado pudiera sustituir al que consideraban una simple fábula para el pueblo ignorante y crédulo… como si Haeckel hubiese estado presente el día de la Creación… ¡Empirismo! ¿Qué tenía de exacto el éter? ¿Acaso estaba demostrada la existencia del átomo, esa broma matemática tan divertida de la “partícula mínima indivisible”? ¿Acaso se basaba en la experiencia la doctrina de lo infinito del espacio y el tiempo? De hecho, bastaba con pensar con un poco de lógica para llegar a resultados y experiencias sumamente divertidos en relación con el dogma de la supuesta infinitud y la realidad del espacio y del tiempo para llegar: a la nada. Es decir, a la conclusión de que el realismo no es sino puro nihilismo. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que la relación de cualquier medida con el infinito es igual a cero. No hay medida posible en el infinito, ni duración ni cambio posible en la eternidad.  En un espacio infinito, puesto que la distancia sería matemáticamente igual a cero, no se pueden concebir siquiera dos puntos situados uno al lado del otro; ¿cómo iba  a ser posible, entonces, la existencia de cuerpos? ¡Y para qué hablar de movimiento! Él, Naphta mencionaba esto para contrarrestar la desvergüenza con que la ciencia materialista pretendía hacer pasar su charlatanería astronómica y sus mentecateces sobre el “universo” por un conocimiento absoluto. ¡Qué pena de humanidad, que había dejado que un vil despliegue de fútiles números despertase en ella un sentimiento de banalidad, despojándola del pathos de la importancia de su condición humana! Porque aún era tolerable que la razón y el conocimiento humano se mantuvieran dentro de los límites de lo material y, dentro de esta esfera, considerasen reales sus experiencias de lo objetivo-subjetivo. Ahora bien, en cuanto se adentraban en lo eternos misterios y empezaban a desarrollar una supuesta cosmología, o cosmogonía, su soberbio desatino se convertía en una auténtica monstruosidad. ¡Qué disparatada blasfemia, era, en el fondo, calcular “la distancia entre una estrella cualquiera y la Tierra en trillones de años luz e imaginar que semejante fanfarronada numérica permite al hombre comprender la esencia de la eternidad y del infinito; cuando el infinito no tiene nada que ver con las distancias espaciales, no la eternidad con la duración o con las distancias temporales, sino que, muy lejos de ser conceptos  científicos, infinitud y eternidad significarían más bien la anulación de eso que llamamos naturaleza! Desde luego prefería mil veces la ingenuidad de un niño que cree que las estrellas son agujeritos de la tela del cielo a través de los cuales traspasa la luz eterna, a la palabrería descerebrada, hueca y blasfema de la ciencia monista al tratar del “cosmos”.

Thomas Mann, La montaña mágica. Edhasa. Barcelona 1995. Pág. 1012-1016

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