6/5/14

Los intelectuales y el poder



Tema de mucho interés, el del binomio intelectual y poder. La actitud crítica es consustancial al ser del intelectual. Es inconcebible, pues, el intelectual al servicio del poder. A la relación de los nombres que se citan en el artículo podríamos añadir muchos más, lo que muestra lo que da de sí el tema, como sería el caso de Montaigne, de Thomas More, Heidegger…

INTELECTUALES SIN PAPELES
El nuevo ensayo de César Antonio Molina es un recorrido histórico por las relaciones peligrosas entre la cultura y el poder. Un pormenorizado estudio, caso por caso, de los intelectuales al servicio del poder. O frente a él. Mayo del 68 es el último acto de los intelectuales como contrapoder, asegura.
Si Stefan Zweig tituló uno de sus libros más célebres Momentos estelares de la Humanidad, seguro que podrían glosarse unos «momentos estelares » de la cultura. Pero… ¿existen momentos estelares de la cultura en el poder? César Antonio Molina bautiza este conjunto de artículos, conferencias y ensayos como La caza de los intelectuales y lo remacha con el subtítulo de La cultura bajo sospecha. Si el poder corrompe, la relación de la cultura con la política tiene como denominador común el fracaso, la coartación de la libertad o la traición a los ideales que se preconizaban antes de ponerse al frente de la sociedad.
Poeta, crítico, ensayista y topógrafo de Lugares donde se calma el dolor, Molina no dedica sus escritos a su etapa como ministro de Cultura en el Gobierno de Rodríguez Zapatero; su recorrido histórico por las relaciones peligrosas entre cultura y poder connota esa melancolía de lo que pudo haber sido y no fue su intervención en la política.
El «caso Dreyfus»
Sea en el poder o frente a él, el intelectual acaba en una jaula de oro o tras las rejas de una mazmorra. Un destino tan perenne como el dilema que lo origina. ¿Debemos asumir el compromiso histórico? En ocasiones, ese compromiso nace del pensador que pretende reparar las injusticias; otras veces, lo motiva la vanidad o lo imponen unas circunstancias que no dejan otra opción que el barro hasta las cachas.
¿Caza de intelectuales o intelectuales cazados? La palabra «intelectual» la inventa Zola en el «caso Dreyfus» en 1898 y se gana el reproche de Ferdinand Brunetière. Para el director de la Revue des Deux Mondes, designa, «como una especie de casta nobiliaria, a la gente que vive en los laboratorios y en las bibliotecas ». Y añade: «Ese mero hecho denuncia uno de los defectos más ridículos de nuestra época, me refiero a la pretensión de alzar a los escritores, los sabios, los profesores y los filólogos a la categoría de superhombres».
En la hoguera
La caza de los intelectuales se abre con Cicerón y su trágico final, a raíz de su enfrentamiento con Marco Antonio: los asesinos le cortan la cabeza y las manos, que acaban colgadas en Roma junto a la tribuna en la que Cicerón había lanzado tantas filípicas contra Marco Antonio... Estamos en el año 43 antes de Cristo y las relaciones peligrosas entre cultura y poder no han hecho más que empezar.
Diecisiete siglos después, Francis Bacon experimenta la misma impresión de Séneca sobre la extrañeza del intelectual que pretende servir al Estado: «Es extraño deseo buscar el poder y perder la libertad; o buscar el poder sobre los demás y perderlo uno mismo. El elevarse hasta el cargo es trabajo arduo... La posición es escurridiza y el regreso es caída, o por lo menos eclipse que es cosa melancólica». Moraleja: los hombres de cultura metidos en el poder son «extraños a sí mismos».
La extrañeza que apunta Bacon se reitera a lo largo de los siglos, desde el poder y frente al poder: Servet arde en la hoguera ginebrina por cuestionar la teología de Calvino y Rousseau hace apología del buen salvaje y descalifica las ciencias y las artes, a las que considera corruptoras de las costumbres. A Molina, Rousseau le parece «tan calvinista como Calvino, incluso más cínico que él». Curiosamente, el progresismo entroniza al autor de Emilio, mientras olvida los méritos de D’Holbach, Diderot o D’Alembert.
La Ilustración española jalona una crónica de frustraciones que se inaugura con Jovellanos, prisionero en el castillo de Bellver, y prosigue con Campomanes, Blanco White, Larra y Martínez de la Rosa. ¿ Quiénes son más patriotas, los que aman a la patria porque no les gusta o los que aman a la patria porque les gusta? Larra era de los primeros, advierte Molina: «Y si yo hubiera vivido en su tiempo –en el mío tampoco ha variado tanto– sería compañero íntimo de sus ideas», apostilla.
El fracaso liberal se concreta en el Estatuto de Martínez de la Rosa, político y escritor que acaba recibiendo los dicterios del propio Larra. Cien años después, Azaña, otro intelectual perdido en la política, atraviesa la Guerra Civil con la obsesión de salvar el patrimonio artístico. En el París ocupado, Albert Camus combina la novela y el teatro con un combate periodístico vital para la reconstrucción moral francesa. Mientras Céline o Hamsun colaboran con el nazismo, la judía Irène Némirovsky acaba gaseada en Auschwitz.
En la Europa silenciada por el estalinismo emergen símbolos como Mandelshtam, Ajmátova, Milosz y Pasternak; su Doctor Zhivago, simplificado por la versión cinematográfica de David Lean, demuestra hasta qué punto el totalitarismo soviético acaba con el individuo. De los libros que abordan el papel político del intelectual, Molina destaca Gente peligrosa, de Blom; La traición de los intelectuales, de Benda; El opio de los intelectuales, de Aron; Una historia política de los intelectuales, de Minc, y El siglo de los intelectuales, de Winock, títulos enmarcados en la Historia francesa. Mayo del 68 «es el último acto de los intelectuales como contrapoder; a partir de esa fecha, y cuando muere Sartre, el poder de estos ilustrados irá decreciendo hasta lo mínimo».
Algo inquietante
Quizá se echa a faltar una semblanza dedicada a Václav Havel, ejemplo virtuoso del intelectual gobernante. De su paso por la política, Molina deja una pregunta en el aire: «¿Por qué la cultura se ha convertido en algo inquietante y no en una virtud manifiesta?»
En los «ralos, deshilachados, deshilvanados» discursos del Congreso no halla «ninguna referencia histórica, ni siquiera a la propia tradición, ningún fundamento ideológico y, mucho menos, ninguna cita, ni siquiera de diccionario o manual básico, que pudiera perturbar la siesta intelectual de sus señorías». Sólo escuchó a un diputado del PNV referirse a un anónimo chino y citar muy mal a Cicerón: «Aquellas adjudicaciones le hubieran dolido más que los puñales enviados por Marco Antonio...» En el siglo XXI la cultura en el poder sigue conduciendo a la melancolía.
3.5.14  ABC  Cultural  SERGI DORIA

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