30/9/15

Pedro de Tena. El primer filósofo negro se llamó Amo y fue esclavo



El primer filósofo negro se llamó Amo y fue esclavo

Excavando sorpresas, curiosidades e historias que deberían ser recuperadas en las dos grandes enciclopedias hispano-americanas, la de Montaner y Simón, iniciada en 1887, y la de Espasa, publicada a partir de 1908, me topé hace ya años con uno de esos personajes que conmueven profundamente a las almas abiertas. Se llamó Anton Wilhem Amo (Antón William Amo consta en su tumba, qué ingleses éstos) y vivió imprecisamente desde 1703 a no se sabe cuándo aunque en su lápida solitaria y anómala varada junto a un fuerte en Ghana figura el año 1784. Su vida constituye la prueba irrefutable de que hay personas que nacen a destiempo en épocas que no podían reconocer su grandeza.

24/9/15

Stefano Russomanno. Nietzsche, una partitura abierta



Nietzsche, una partitura abierta

La música fue un elemento central en el pensamiento y en la vida de Nietzsche. «Sin la música, la vida sería un error», escribía el filósofo. Sin la música, tampoco sería posible pensar en Nietzsche. Schopenhauer había afirmado que la música levantaba el velo de las apariencias y expresaba la íntima esencia del mundo, rompiendo las ficciones de la vida individual y del tiempo histórico. En El nacimiento de la tragedia, un texto tan excéntrico que empieza como un ensayo de filología clásica pero incluye la apología de un compositor contemporáneo, Nietzsche retoma a Schopenhauer y sube la apuesta al vincular la música con el origen de lo trágico y con la expresión de lo dionisíaco, ese impulso vital y físico que trasciende la dimensión verbal y temporal así como el pensamiento analítico para fomentar la regresión del individuo al Uno primordial y su disolución en el devenir cíclico de la Naturaleza.

Nietzsche vio en la música de Wagner el revivir de este espíritu. Sin embargo, tanto fervor mudó pronto en desilusión. Si el Tristán le había entusiasmado, las óperas siguientes determinaron una progresiva inversión de tendencia que se tornó en ruptura, primero, y en odio visceral más tarde. A Wagner achacará finalmente Nietzsche los defectos de lo alemán: pesadez, gesticulación hueca y altisonante y ampulosidad.

Juzgar con el estómago

«Wagner es una enfermedad –apostillaría el filósofo con su acostumbrada virulencia–. Contamina todo lo que toca». Pero había un antídoto y Nietzsche lo encontró en la Carmen de Bizet. La luz del Mediterráneo contra las brumas del Norte, lo corpóreo contra lo razonable. La música de Carmen, sus ritmos, sus melodías, encarnan la ligereza, la sensualidad, la fisicidad, la inmediatez... Con Carmen Bizet no sólo salva la música, nos salva a todos.

La polarización en torno a Wagner y Bizet no agota la reflexión de Nietzsche sobre la música y los músicos. Sus escritos ofrecen un goteo constante, aunque no sistemático, de observaciones. Bach, por ejemplo, es el músico de la armonía cósmica pero también de la Iglesia; Beethoven es admirable por no pertenecer a escuelas; Schubert se aproxima a su músico ideal; Chopin es el último músico en percibir y adorar la belleza; con Mendelssohn es benigno, todo lo contrario que con Schumann; de Rossini destaca su «pletórica animalidad»; Brahms tiene las papeletas para ser el antiWagner pero, tras el interés inicial, Nietzsche le despacha como otro producto más del decadente espíritu alemán. No hay que esperar en estas opiniones un diseño crítico orgánico y coherente. Nietzsche juzga con el estómago: para él, la estética no es más que fisiología aplicada, es decir, la mala música intoxica y la buena música fortalece.

Como una sinfonía

Aún más estridentes resultan las contradicciones del Nietzsche compositor, en parte porque la mediocre calidad de sus partituras no admite atenuantes («Es lo más desagradable y antimusical que he visto en mucho tiempo», escribe Hans von Bülow a propósito de su Manfred Meditation). El mismo Nietzsche que predica el desprecio a la música romántica ( « enervante » , «blanda » , «afeminada») practica en sus piezas un estilo Biedermeier de lo más convencional y burgués. El mismo que postula la primacía absoluta del sonido sobre la palabra se dedica fundamentalmente a escribir canciones.

« Quizá no haya habido otro filósofo más musical que yo, con tal grado y fundamento » , afirmaba con orgullo Nietzsche. Es el de Nietzsche un pensamiento que aspira a un declinarse según modalidades parecidas a las musicales. Así habló Zaratustra está concebido en cuatro partes, a la manera de una sinfonía clásica. La cuarta parte de Más allá del bien y del mal se titula «Sentencias e interludios». La propia escritura dispersa en fragmentos que caracteriza muchos de sus textos obliga, en palabras de Blas Matamoro, «a leer los blancos y los silencios tanto como las “sonoridades” intermedias».

Una de las condiciones paradójicas de la prosa de Nietzsche es la de utilizar la palabra y al mismo tiempo contemplar su ineficacia. La lógica de la contradicción, tan propia de su pensamiento, promueve un mecanismo de desarticulación del discurso en donde el « qué » importa menos que el «cómo»; el ritmo se impone sobre el contenido. Nietzsche no busca demostrar o convencer. Su objetivo es provocar, conmover, seducir, emocionar.

« A Nietzsche hay que solfearlo», afirma con acierto Matamoro y en esta aseveración reside una de las intuiciones más originales de su libro. A Nietzsche hay que leerlo como si fuera música: degustar sus ritmos, sus modulaciones y sus «disonancias» sin necesidad de resolverlas. Para regocijarse en ellas como ante una partitura, hasta que el silencio las disuelva. Con estilo fluido y esencial, salpicado por algún toque de humor, Matamoro traza en Nietzsche y la música las líneas maestras de este camino, cuyas encrucijadas se multiplican a medida que uno se sumerge en ellas.

12 sep. 2015  ABC Cultural

STEFANO RUSSOMANNO

15/9/15

Javier Reverte. Serpientes de verano



SERPIENTES DE VERANO
RECUERDO que, en mis años de joven periodista, durante los estíos apenas sucedían hechos importantes como para alcanzar el grado de noticia –ni siquiera crímenes pasionales– y nos las veíamos y las deseábamos para idear una llamativa primera página. Ávidamente, buscábamos «serpientes de verano», como llamábamos a las informaciones engordadas y sobrevaloradas con las que dar al periódico un cierto grado de interés. La expresión venía, como adivinará el lector, de un enorme reptil anfibio que cada verano era avistado por algunos turistas en el famoso lago Ness. Nunca se dejaba ver en invierno, sólo en verano. Y creo que no habrá muchas fotos publicadas tantas veces en el mundo como la del cuello del bicho surgiendo vertical, parecido al periscopio de un submarino, de las aguas oscuras de la laguna escocesa.
Ahora, sin embargo, durante los últimos estíos, hay que escoger a diario, entre decenas de desastres, cuáles llevar a la primera página –o al titular del telediario o del informativo radiado–, no ya para atraer la curiosidad de quien lee, ve, o escucha, sino para alertar sobre las graves incertidumbres que acechan nuestra existencia. Porque vivimos tiempos de perplejidad y miedo. Y los humanos nos sentimos más desprovistos que nunca de razones para aspirar a la felicidad y a un mundo mejor.
Hace poco, en el semanario francés «Le Point», leía una interesante entrevista con el filósofo judío francés Alain Filkenkraut. Fue uno de esos jóvenes rebeldes surgidos de las cenizas de Mayo del 68 –como Gluksman y el algo más tardío y precoz Henry-Lévy–, cuyos controvertidos pensamientos, crecidos en los pupitres de la rebelión universitaria, se han adaptado confortablemente al tradicional «establishment» político.
Daba Filkenkraut en la entrevista un ingenioso diagnóstico de la era que nos toca vivir: « Los pesimistas creen que la catástrofe está al llegar.No comparto su optimismo. La catástro fe está en marcha ». Volviendo a lo que señalaba al principio sobre las «serpientes de verano» no hay que irse al lago Ness para encontrar titulares que alienten el morbo, porque más bien despiertan nuestro pavor. La explosión de Tianin (China), por ejemplo, que ha provocado un nuevo cataclismo en el medio ambiente. O la avalancha de refugiados que huyen de los territorios de Oriente Medio y Afganistán hacia las fronteras de la estupefacta e insolidaria Europa. O los libios que mueren en el mar buscando las costas italianas. O los peligros que se ciernen de nuevo sobre la economía mundial, tras el desfallecimiento financiero de un país tan poderoso como China y después del gran fiasco griego. O el avance de la corrupción en los sistemas políticos más acreditados. O el crecimiento del egoísmo nacionalista. O la pujanza de Estado Islámico y sus métodos de expandir el terror. O la posibilidad de que un imprevisto atentado terrorista, organizado por un «lobo solitario», nos pille en el lugar equivocado a la hora inoportuna. O las apabullantes cifras de seres humanos que cada día pierden su empleo, su vivienda y su patria. O los muertos por las guerras y hambrunas. El lago Ness, con aquel temible monstruo oculto en sus profundidades, nos parece ahora una charca de pececitos de colores.
El principal problema de nuestro tiempo es, en mi opinión, que la democracia se ha debilitado y envilecido y eso hace que nos sentamos incapaces de controlar nuestro destino. Incluso los filósofos parecen cansados de pensar y ya no emiten apenas juicios éticos, quién sabe si aterrados y arrepentidos ante las consecuencias funestas que sus ideas arrojaron sobre la
humanidad el pasado siglo XX. Hace poco, el director de cine Peter Greenway clamaba: « Nos hemos desecho de Dios, de Satán y de Freud. ¡Por fin estamos completamente solos en la historia de la Humanidad! ». Solos, sí; pero también desvalidos y desconcertados. No obstante, ¿qué tiene que ver el desfallecimiento de la democracia con Tianin, con las olas de refugiados sirios, con los ahogados libios, con la crisis económica, con la corrupción política y con el terrorismo? Nada en la apariencia, todo en la sustancia.
La democracia fue un sistema inventado por los hombres para hacerse a sí mismos más libres dentro de una sociedad más justa. Y con ese espíritu, ese sistema fue capaz de alzar un modo de vida en común repleto de vitalidad y de vigor. Cuanto más democrática era una sociedad, más fuerte se hacía. Sencillamente porque los ciudadanos la veían como algo suyo, como una seña que formaba parte de su íntima razón de ser.
Pero hace ya tiempo que los valores que fundamentaban la sociedad democrática se han pervertido y han vencido las leyes ciegas del mercado libre y del capitalismo voraz sobre los principios de solidaridad y de justicia. El monopolio del poder lo detentan ahora las finanzas y ese poder no elegido en las urnas crea un sistema sin alma, basado, tan sólo, en el beneficio. Hoy, el FMI, el Banco Europeo, las agencias de calificación, las «troikas» y otros organismos de parecido jaez son mucho más poderosos que la mayoría de los gobiernos elegidos libremente. Y peor todavía: a su arrimo, continúan creándose entidades de decisión económica exentas de control parlamentario.
No obstante, sin ideales ni valores, no hay democracia posible. Y así surgen las dictaduras e intransigencias a las que no sabemos enfrentarnos: el Assad, Estado Islámico, Libia…. Y la corrupción campa libremente por el mundo y hace posibles los Tianin, burlando leyes de control ecológico. Y el paro y el hambre aumentan porque lo prioritario es reflotar a los bancos. Y miles de personas huyen de sus hogares en busca de patrias nuevas que les reciben con muros y alambradas. Y este volcánico proceso no se detiene sencillamente porque las convicciones democráticas se han debilitado y nadie las defiende con vigor suficiente. Hay armas, pero no principios.
Por cierto: la democracia, un invento griego, la salvaron en Maratón diez mil hombres libres –entre ellos el dramaturgo Esquilo– luchando contra los doscientos mil soldados de un despótico emperador persa. Los banqueros del Ática permanecieron, entretanto, encerrados en sus casas.
Javier Reverte   ABC  8.9.15